NPUs, energía y materias primas: el nuevo mapa de la inversión en inteligencia artificia

NPUs, energía y materias primas: el nuevo mapa de la inversión en inteligencia artificia

Las últimas noticias económicas presentan una paradoja desconcertante. Por un lado, los titulares claman sobre estanflación y posibles “errores de política” de los bancos centrales; por el otro, los principales índices bursátiles marcan máximos históricos simultáneos, algo que no se veía desde 2021. El pesimismo abunda en tertulias financieras, pero los mercados parecen vivir otra realidad. De hecho, mientras muchos inversores temen una recesión inminente, las bolsas siguen escalando. ¿Cómo es posible? La respuesta subyacente va más allá de la inflación o las tasas de interés: se encuentra en la nueva revolución industrial que estamos viviendo. El auge de la Inteligencia Artificial (IA) no es solo la moda del momento, sino una transformación económica profunda, equivalente a una revolución industrial, con efectos tangibles y masivos en la economía global. Entender este fenómeno es clave para descifrar por qué conviven titulares pesimistas con Wall Street eufórica.

Los mercados en máximos en medio del pesimismo: una economía en “K”

Los indicadores del mercado financiero cuentan una historia curiosamente optimista, a pesar del clima de incertidumbre. Mientras los noticieros hablan de riesgos, el “dinero inteligente” no parece asustado en absoluto. Por ejemplo, el mercado de crédito –que suele anticipar problemas– está enviando un mensaje rotundo de confianza: la volatilidad de los bonos ha caído drásticamente y los diferenciales de deuda basura están en sus niveles más bajos en décadas. En la práctica, los inversores institucionales están financiando activamente la construcción de infraestructura de IA, absorbiendo emisiones de deuda para centros de datos sin pestañear. Es como si el mercado gritara: “no compren el relato catastrofista, aquí hay crecimiento real en marcha”. Y al mismo tiempo, una de las señales más llamativas es lo negativo que sigue el sentimiento. Según la encuesta de la AAII, el pesimismo inversor está en un extremo histórico insólito considerando que las acciones no han caído, sino que están en máximos. De hecho, nunca en 23 años se había visto un nivel de pesimismo tan alto con un mercado bursátil tan fuerte; típicamente ese ánimo bajista extremo solo aparecía tras desplomes del 20%. ¿La interpretación? Que hay mucha gente fuera del mercado, escéptica, y ese “muro de preocupación” paradójicamente le da gasolina adicional a las acciones: queda dinero esperando para entrar si la subida continúa. En otras palabras, no estamos ante la exuberancia irracional de una burbuja donde todos son optimistas, sino todo lo contrario: la desconfianza generalizada sugiere que el rally tiene base para seguir, contra la opinión de la mayoría.

En este contexto extraño, la Reserva Federal de EE. UU. parece haberse dado cuenta de que la economía se ha dividido en dos realidades, lo que algunos llaman una “economía en forma de K”. En la rama ascendente de esa “K” vemos un consumo robusto –especialmente entre hogares de mayores ingresos y personas de más de 55 años, que siguen gastando con fuerza–. Es decir, una parte de la población y ciertos sectores (como las grandes acciones tecnológicas) gozan de una bonanza notable. Pero la rama descendente cuenta otra historia: la creación de empleo se ha enfriado marcadamente, entrando ya en “territorio recesivo”. Las empresas fuera del circuito de alta tecnología sufren para crecer, y muchos trabajadores enfrentan una amenaza latente: la automatización. La Fed, lejos de cometer un “error de política”, está leyendo estas señales. Saben que la inflación está cediendo y que el verdadero riesgo a medio plazo no es tanto la estanflación, sino una economía desequilibrada por el avance tecnológico. Por eso han cambiado de postura y preparan recortes de tasas: no porque toda la economía esté débil, sino para apuntalar el lado más frágil de esta economía dividida. Están, en esencia, amortiguando el aterrizaje antes de la disrupción masiva de la IA. La propia Casa Blanca ha mostrado tener esta perspectiva a futuro, reuniendo con frecuencia a líderes de IA y enfocándose en estrategias para lo que viene. Saben que la IA ejercerá presión sobre el mercado laboral en los próximos años y también una potencia deflacionaria (abaratando costos) que redefinirá cómo crece la economía. En resumen, mientras muchos miran el ruido de los titulares, las autoridades y el “dinero inteligente” miran la señal de fondo: un nuevo motor económico está encendido.

La revolución de la IA: del mundo digital al físico (energía, chips y materias primas)

Ese motor al que nos referimos es la revolución industrial de la IA, que ya está transformando la economía real a una escala sin precedentes. No se trata solo de software o de que salgan nuevas aplicaciones de IA generativa; es algo mucho más grande. Pensemos en los centros de datos no como simples “nubes” etéreas, sino como fábricas de IA del siglo XXI – gigantescos complejos físicos llenos de servidores – que hay que construir, equipar y alimentar de energía. El boom de inversión para levantar esta infraestructura es difícil de sobreestimar. Por ejemplo, un índice que mide la planificación de construcción comercial (el Dodge Momentum Index) se ha disparado, impulsado principalmente por proyectos de centros de datos. Los datos son reveladores: incluso excluyendo todos los nuevos centros de datos previstos entre 2023 y 2025, la planificación de obra comercial estaría 38% por encima del año anterior. Eso indica que el apetito por construir es enorme, con o sin IA – pero la IA está siendo el factor diferencial que lleva esas cifras a récords. Y hay ejemplos concretos, como el mega-centro de datos “Big Sky” de 500 millones de dólares anunciado recientemente, que ilustran la escala de esta inversión. En definitiva, estamos viendo un ciclo de gasto de capital masivo para habilitar la era de la IA, una oleada comparable a lo que fue la electrificación o la construcción de vías férreas en su momento. No es de extrañar que algunos analistas afirmen que este auge de la IA ya se ha convertido en el principal motor de la economía actual, por encima de cualquier otra narrativa.

Este frenesí constructivo tiene consecuencias palpables: está ejerciendo una presión inédita sobre las cadenas de suministro globales. Las nuevas “fábricas de IA” requieren de todo, desde acero y cemento hasta chips avanzados y electricidad, y lo necesitan rápido. De hecho, la disponibilidad de energía eléctrica se ha vuelto el criterio número uno para elegir la ubicación de un nuevo centro de datos – más importante incluso que factores como impuestos o cercanía a clientes – porque comienza a haber escasez de energía en el horizonte. Pensemos en ello: por muchos algoritmos sofisticados que tengamos, sin kilovatios suficientes no hay IA que valga. Empresas como Meta (Facebook) lo han entendido tan bien que han tomado medidas extraordinarias: recientemente, Meta solicitó una licencia para operar como comercializadora mayorista de energía, con el fin de asegurar el suministro eléctrico para sus centros de datos. Cuando uno de los gigantes tecnológicos ve necesario entrar en el negocio energético para garantizar su crecimiento, el mensaje es claro: la escasez de energía va en serio.

Y la energía es solo el principio. El boom de la IA está generando cuellos de botella en múltiples sectores industriales. Por ejemplo, los pedidos de turbinas de gas, generadores y transformadores eléctricos superan con creces la oferta, estirando los plazos de entrega más y más. Se estima que, al ritmo actual, incluso todo el gas natural disponible apenas podría cubrir la mitad de la demanda de electricidad proyectada para la IA en los próximos años. Del lado del hardware, también hay tensiones: faltan chips de memoria (DRAM) para servidores avanzados; los discos duros de alta capacidad, vitales para almacenar la avalancha de datos de IA, tienen listas de espera de hasta un año. Incluso la demanda de sistemas de refrigeración especializada para centros de datos se ha disparado. En resumen, desde centrales eléctricas hasta semiconductores, la IA está llevando la infraestructura existente al límite. Pero, como inversores, estos cuellos de botella no solo representan desafíos, sino también un mapa de oportunidades: señalan qué sectores estarán experimentando demanda explosiva y, por tanto, potencial de crecimiento.

Un caso emblemático es el de Caterpillar, un nombre clásico de la “vieja economía” industrial. Esta empresa, conocida por sus tractores y maquinaria de construcción, hoy vende más generadores eléctricos y equipos de respaldo de energía que nunca – todo para alimentar centros de datos hambrientos de IA. Se proyecta que en 2024-2025 los ingresos de Caterpillar por soluciones energéticas superarán por primera vez a los de su negocio tradicional de maquinaria de construcción. Caterpillar se ha convertido “puramente en una empresa de IA en este momento”, como señala un informe reciente. La frase sorprende, pero ilustra cómo sectores tradicionales se están reinventando gracias a la IA. Lo mismo ocurre con Cummins, veterano fabricante de motores diésel: la demanda de generadores y sistemas de energía para centros de datos es tan fuerte que analistas ya lo consideran una “compañía de IA” por la vía de los hechos. Y no son los únicos ejemplos. Empresas de infraestructura energética como Generac (fabricante de equipos de respaldo eléctrico) o de semiconductores de potencia están viendo un viento de cola sin precedentes gracias a esta ola de inversión. En otras palabras, la convergencia de IA y energía ha pasado a ser una tesis de inversión estratégica por sí misma. La fórmula es simple pero poderosa: Energía + IA es la nueva ecuación del crecimiento.

Sin embargo, la revolución de la IA no se detiene en los grandes centros de datos de las multinacionales. La próxima fase ya asoma en el horizonte: la IA que sale de la nube y se integra en el “borde” (edge), es decir, en dispositivos y máquinas repartidas por todas partes. Hasta ahora, la mayoría de la IA ha vivido en servidores remotos (la nube), donde gigantescos modelos se entrenan y procesan peticiones. Pero eso está cambiando. ¿El motivo? La latencia y la autonomía. Un coche autónomo, un robotaxi o un robot humanoide no pueden permitirse el lujo de enviar datos a un servidor lejano y esperar una respuesta para cada decisión; necesitan pensar por sí mismos en tiempo real. Incluso en nuestra vida cotidiana lo notamos: ¿quién no ha desesperado cuando Siri o Alexa tardan en responder? Esa pequeña demora ocurre porque tu voz viaja a un centro de datos, se procesa, y la respuesta vuelve; un ir y venir que rompe la inmediatez. La solución es llevar la inteligencia al dispositivo en sí. Aquí entran en juego las Unidades de Procesamiento Neuronal (NPU), chips especializados diseñados para ejecutar modelos de IA en el propio dispositivo, ya sea un smartphone, un coche o un electrodoméstico inteligente. Los NPUs son el hardware crítico de esta nueva etapa. A diferencia de las GPU (que impulsaron la primera ola de entrenamiento en la nube), las NPUs están pensadas para la inferencia local, eficiente y sin latencia. Esto redefine modelos de negocio enteros. Un ejemplo provocador: se ha dicho que Tesla no es una empresa de automóviles, es una empresa de NPU”. ¿Por qué? Porque el valor futuro de Tesla no dependería tanto de cuántos coches venda, sino de los “cerebros” de IA que está desarrollando para sus vehículos autónomos y robots. Su chip Dojo y otras iniciativas apuntan justo ahí: Tesla quiere liderar en la creación de NPUs y software de IA que den vida a coches que se manejan solos y robots que trabajan en fábricas. Visto así, Tesla compite más con Nvidia o Google que con Ford o GM.

Esta transición hacia la Edge AI (IA en el borde) trae consigo otro salto en demanda de componentes. Ahora no solo hacen falta mega-centros de datos, sino millones de chips especializados dispersos en todo tipo de aparatos, optimizados para inteligencia artificial. La industria de semiconductores ya está adaptándose. Compañías como ASML, el titan holandés de la litografía, se han vuelto más críticas que nunca: su tecnología EUV (litografía ultravioleta extrema), que ASML monopoliza a nivel mundial, es absolutamente indispensable para fabricar los chips avanzados que actuarán como el “cerebro” dentro de dispositivos inteligentes. Sin las máquinas de ASML, no se pueden producir los procesadores de 3nm o 5nm que requieren tanto los centros de datos de IA como los NPUs en un coche autónomo. Así, la cadena de suministro de semiconductores se ha vuelto terreno estratégico – basta ver las restricciones a exportaciones de chips avanzados en la guerra tecnológica entre EE. UU. y China. Empresas de equipamiento como ASML, o fabricantes de chips como TSMC, NVIDIA, Intel, etc., están en el epicentro de esta nueva revolución industrial.

Y hablando de epicentros estratégicos, no podemos ignorar el talón de Aquiles material de esta historia: las materias primas críticas que sostienen todo el andamiaje tecnológico. En particular, los minerales de tierras raras se han convertido en pieza de un complejo juego geopolítico. Elementos como el neodimio, el praseodimio o el disprosio (poco familiares para muchos, pero esenciales para imanes de motores eléctricos, turbinas eólicas y componentes electrónicos) son la base silenciosa de la tecnología moderna. La IA, los vehículos eléctricos y la infraestructura de energía limpia los requieren en grandes cantidades. El problema es que el suministro global de estas tierras raras tiene una concentración de riesgo enorme: China controla casi todo el procesamiento mundial de estos minerales. Estados Unidos y Europa pueden extraer algunas de estas materias primas, pero carecen de capacidad de refinado; dependen de enviar esos materiales a China para su procesamiento, para luego comprarlos ya refinados. Esto otorga a China una palanca estratégica formidable. No es un escenario hipotético: ya se ha usado. Sin ir más lejos, este agosto varias empresas en la Unión Europea tuvieron que detener su producción porque no conseguían ciertos óxidos de tierras raras imprescindibles. Fue un pequeño terremoto industrial y una señal de alarma: el control de la cadena de suministro puede convertirse en un arma geopolítica. Imaginemos las implicaciones en un mundo cada vez más electrificado y automatizado: quien domine las “vitaminas” de la revolución tecnológica (litio, cobalto, tierras raras, cobre, etc.) tendrá ventaja económica y geopolítica.

Occidente ha tomado nota de esta vulnerabilidad, y ya se mueve para diversificar sus fuentes de materiales críticos. Se exploran nuevas geografías mineras — Brasil, Chile u otras naciones con riqueza mineral — para desarrollar cadenas de suministro de tierras raras fuera de la sombra china. Al mismo tiempo, crece la inversión en reciclaje y en capacidad de procesamiento local: por ejemplo, empresas norteamericanas han comenzado a centrarse en etapas intermedias de separación y purificación de minerales, antes dominadas por Asia. La tarea no es sencilla ni rápida (construir una industria de procesamiento de tierras raras puede tomar años y miles de millones), pero la dirección está clara. Asegurar suministros resilientes de materias primas estratégicas se ha vuelto una prioridad de seguridad nacional, además de una oportunidad de inversión a largo plazo. Gobierno y sector privado caminan de la mano en esto: es un campo donde las consideraciones comerciales y geopolíticas convergen. Para los inversores con visión, participar en la reconstrucción de estas cadenas de suministro — ya sea financiando minas en nuevas ubicaciones, fábricas de procesamiento o tecnologías de reciclaje avanzadas — constituye una apuesta respaldada por necesidades fundamentales de la nueva economía.

Más allá del ruido de corto plazo, se está gestando un cambio estructural en la economía global. La revolución de la IA está reescribiendo los fundamentos: transforma cómo producimos (automatización, robotización), cómo consumimos energía y qué recursos valoramos. Y, contraintuitivamente, explica por qué vemos índices bursátiles en máximos históricos mientras tantos siguen pesimistas: hay un motor oculto impulsando crecimiento real en sectores clave. La verdadera historia no está en si la Fed sube o baja un cuartillo las tasas este trimestre, sino en la construcción masiva y tangible de infraestructura que alimentará la próxima década de innovación. La demanda de energía, la escasez de componentes industriales y el desarrollo de nuevo hardware como las NPUs son indicadores mucho más reveladores de hacia dónde vamos. En última instancia, la oportunidad de inversión en inteligencia artificial más duradera no reside únicamente en las aplicaciones de moda o en las acciones tecnológicas glamorosas, sino en aquello que hace posible la IA: las redes eléctricas, los centros de datos, los chips especializados y los materiales de base. Estamos entrando en un “superciclo” de la economía física, donde la IA es el catalizador de una demanda jamás vista de recursos tangibles. Los cuellos de botella de hoy son las minas de oro de mañana para quien sepa interpretarlos. En este nuevo panorama, IA y energía van de la mano; de hecho, la confluencia “Energía + IA” apunta a ser la fórmula fundamental para asignar capital en los próximos años. No olvidemos que la única sorpresa verdaderamente previsible en esta carrera tecnológica sería quedarse sin energía para alimentarla.

Los mercados nos están enviando señales en alta definición, aunque a veces quedan opacadas por las narrativas tradicionales. La pregunta es: ¿Estamos escuchando? Mientras el mundo sigue debatiendo los titulares de hoy, es momento de mirar hacia la base que definirá el futuro. La revolución industrial de la IA ya está aquí, construyéndose a nuestro alrededor. Y entenderla –o invertir en ella– puede marcar la diferencia entre quedarse atrapado en el ruido o aprovechar el próximo gran salto económico.